Ver quinta parte.
XX ¬. Andaba muy decaído de ánimo, a causa de que no parecía por ninguna parte la cierva, y se sentía falto de este artificio para con aquellos bárbaros, entonces más que nunca necesitados de consuelo. Por casualidad, unos que discurrían por el campo con otro motivo dieron con ella, y conociéndola por el color la recogieron. Habiéndolo entendido Sertorio, les prometió una crecida suma, con tal que a nadie lo dijesen; y ocultando la cierva, pasados unos cuantos días se encaminó al sitio de las juntas públicas con un rostro muy alegre, manifestando a los caudillos de los bárbaros que de parte de Dios se le había anunciado en sueños una señalada ventura, y subiendo después al tribunal se puso a dar audiencia a los que se presentaron. Dieron a este tiempo suelta a la cierva los que estaban encargados de su custodia, y ella, que vio a Sertorio, echando a correr muy alegre hacia la tribuna, fue a poner la cabeza entre las rodillas de aquel, y con la boca le tocaba la diestra, como antes solía ejecutarlo. Correspondió Sertorio con cariño a sus halagos, y aun derramó alguna lágrima, lo que al principio causó admiración a los que se hallaban presentes, pero después acompañaron con aplauso y regocijo hasta su habitación a Sertorio, teniéndole por un hombre extraordinario y amado de los Dioses, y cobrando ánimo concibieron faustas esperanzas.
XXI ¬. En los campos seguntinos había reducido a los enemigos a la última escasez, y le fue preciso combatir con ellos en ocasión que bajaban a merodear y hacer provisiones. Peleóse denodadamente por una y otra parte, y Memio, el mejor caudillo de los que militaban bajo Pompeyo, murió en lo más recio de la batalla. Vencía, por tanto, Sertorio, y con gran mortandad de los que se le oponían trataba de penetrar hasta Metelo, el cual, sosteniéndose y peleando alentadamente, fuera de lo que permitía su edad, fue herido de un bote de lanza. Los Romanos, que vieron el hecho, o llegaron a oírlo, se cubrieron de vergüenza de que pudiera decirse abandonaban a su general, y al mismo tiempo se encendieron en ira contra los enemigos. Protegiéronle, pues, con los escudos, y combatiendo esforzadamente, no sólo le retiraron, sino que rechazaron a los Hispanos. Mudóse con esto la suerte de la victoria, y Sertorio, para proporcionar a los suyos una fuga segura y dar tiempo a que le llegaran nuevas tropas, se retiró a una ciudad montuosa y bien fortificada, cuyos muros empezó a reparar, y a obstruir sus puertas, sin embargo de que en todo pensaba más que en aguantar allí un sitio, sino que así engañó a los enemigos. Porque atendiendo a él solo, y esperando que sin dificultad se apoderarían de la ciudad, no pensaron en perseguir a los bárbaros en su fuga, ni hicieron caso de las fuerzas que de nuevo acudían a Sertorio. Reuníalas en tanto, enviando caudillos a las ciudades que estaban por él, y dándoles orden de que cuando tuvieran bastante número se lo avisaran por un emisario. Cuando ya tuvo estos avisos, salió sin trabajo por medio de los enemigos, fue a unirse con su gente, y presentándose otra vez con respetables fuerzas les interceptaba a aquellos los víveres: los que podían venirles por tierra, armándoles celadas, cortando sus partidas y apareciéndose por todas partes, sin darse ni darles reposo; y los del mar, por medio de barcos corsarios, con los que era dueño de la marina, en términos que, precisados los generales romanos a separarse, Metelo se retiró a la Galia, y Pompeyo hubo de invernar con incomodidad en los Vacceos, por falta de fondos; escribiendo al Senado que no regresaría con el ejército si no se le enviaba dinero: porque ya había gastado todo su caudal peleando por la Italia; en Roma no se hablaba de otra cosa sino de que Sertorio llegaría antes a la Italia que Pompeyo. ¡A este punto trajo la pericia y destreza de Sertorio a los primeros y más hábiles generales de aquel tiempo!
XXII ¬. Manifestó el mismo Metelo cuánto le imponía este insigne varón, y cuán ventajoso era el concepto que de él tenía, porque hizo publicar por pregón que si algún Romano le quitaba la vida le daría cien talentos de plata y veinte mil yugadas de tierra, y si fuese algún desterrado le concedería la vuelta a Roma; lo que era desesperar de poderlo conseguir en guerra abierta, poniéndolo en almoneda para una traición. Además, habiendo vencido en una ocasión a Sertorio, se envaneció tanto y lo tuvo a tan grande dicha, que se hizo saludar emperador, y las ciudades por donde transitaba le recibían con sacrificios y con aras. Dícese que consintió le ciñeran las sienes con coronas y que se le dieran banquetes suntuosos, en los que brindaba adornado con ropa triunfal. Teníanse dispuestas victorias con tal artificio, que por medio de resortes le presentaban trofeos y coronas de oro, y había, coros de mozos y doncellas que le cantaban himnos de victoria: haciéndose justamente ridículo con semejantes demostraciones, pues que tanto se vanagloriaba y tal contento había concebido de haber quedado vencedor por haberse él retirado espontáneamente respecto de un hombre a quien llamaba el fugitivo de Sila y el último resto de la fuga de Carbón. De la grandeza de ánimo de Sertorio son manifiestas pruebas, lo primero, el haber dado el nombre de Senado a los que de este Cuerpo habían huido de Roma y se le habían unido, y el elegir entre ellos los Cuestores y Pretores, procediendo en todas estas cosas según las leyes patrias; y lo segundo, el que, valiéndose de las armas, de los bienes y de las ciudades de los Hispanos, ni en lo más mínimo partía con ellos el sumo poder, y a los Romanos los establecía por sus generales y magistrados, como queriendo reintegrar a éstos en su libertad y no aumentar a aquellos en perjuicio de los Romanos. Porque era muy amante de la patria y ardía en el deseo de la vuelta; sino que viéndose maltratado se mostraba hombre de valor; mas nunca hizo contra los enemigos cosa que desdijese, y después de la victoria enviaba a decir a Metelo y a Pompeyo que estaba pronto a deponer las armas y a vivir como particular si alcanzaba la restitución; porque más quería ser en Roma el último de los ciudadanos, que no que se le declarara emperador de todos los demás, teniendo que estar desterrado de su patria. Dícese que era gran parte su madre para desear la vuelta, porque había sido criado por ella siendo huérfano, y en todo no tenía otra voluntad que la suya. Así es que, llamado ya por sus amigos al mando en Hispania, cuando supo que su madre había muerto estuvo en muy poco que no perdiese la vida de dolor, porque siete días estuvo tendido en el suelo sin dar señal a los soldados ni dejarse ver de ninguno de sus amigos, y con dificultad los demás caudillos y otras personas de autoridad, rodeándole en su tienda, pudieron precisarle a que saliera y hablara a los soldados, y se encargara de los negocios, que iban prósperamente; por lo cual muchos entienden que él era naturalmente de condición benigna e inclinado al reposo, y que, por accidentes que sobrevinieron, tuvo que recurrir contra su deseo a mandos militares, y no encontrando seguridad sino en las armas, que sus enemigos le forzaron a tomar, le fue preciso hacer de la guerra un resguardo y defensa de su persona.
XXIII ¬. Mostróse asimismo su grandeza de ánimo en la conducta que tuvo con Mitridates; porque cuando este rey, rehaciéndose como para una segunda lucha del descalabro que sufrió con Sila, quiso de nuevo acometer al Asia, era ya grande la fama que de Sertorio había corrido por todas partes, y los navegantes, como de mercancías extranjeras, habían llenado el Ponto de su nombre y sus hazañas. Tenía resuelto enviarle embajadores, acalorado principalmente con las exageraciones de los lisonjeros, que comparando a Sertorio con Anibal y a Mitridates con Pirro decían que los Romanos, dividiendo su atención a dos partes, no podrían resistir a tanta fuerza y destreza juntas, si el más hábil general llegaba a unirse con el mayor de todos los reyes. Envía, pues, Mítridates embajadores a Hispania con cartas para Sertorio, y con el encargo de decirle que le daría fondos y naves para la guerra, sin solicitar más de él sino que le hiciera segura la posesión de toda aquella parte del Asia que había tenido que ceder a los Romanos conforme a los tratados ajustados con Sila. Convocó Sertorio a Consejo, al que, como siempre, llamó Senado; y siendo los demás de dictamen de que se accediera a la propuesta como muy admisible, pues que no pidiéndosele más que nombres y letras vanas sobre objetos que no estaban en su facultad, iban en cambio a recibir cosas positivas que les hacían gran falta, no vino en ello Sertorio, sino que dijo que no repugnaría el que Mitridates ocupase la Bitinia y la Capadocia, provincias dominadas siempre por el rey y que no pertenecían a los Romanos, pero en cuanto a una provincia que, poseída por éstos con el mejor título, Mitridates se la había quitado y retenido, perdiéndola después, primero, por haberla reconquistado Fimbria con las armas, y luego por haberla cedido aquel a Sila en el tratado, no consentiría que volviese ahora a ser suya; porque mandando él, debía tener aumentos la república y no hacer pérdidas a trueque de que mandase: pues era propio del hombre virtuoso el desear vencer con honra; pero con ignominia, ni siquiera salvar la vida.
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